jueves, 29 de diciembre de 2011

Sedación terminal y Eutanasia

                    Reproducimos un artículo publicado en ABC el pasado 28 de agosto, firmado por el doctor González Barón, director de la Cátedra de Oncología Médica y Medicina Paliativa de la Universidad Autónoma de Madrid.

La Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL) define la seda­ción paliativa como «la administra­ción deliberada de fármacos, en las dosis y combinaciones requeridas, para reducir la consciencia de un paciente con enfermedad avanzada o terminal, tanto como sea preciso para aliviar adecuada­mente uno o más síntomas refractarios (es de­cir, síntomas que no es posible aliviar de otra manera) y con su consentimiento explícito, implícito o delegado». Hay que tener en cuenta que rebajar el grado de conciencia de una perso­na no es un acto éticamente indiferente; se ne­cesita un motivo lo suficientemente serio, pues de lo contrario atentaríamos contra la digni­dad del paciente al interferir innecesariamente en la intimidad más sacra de la persona.
         No hay que confundir la sedación éticamen­te aplicada con la eutanasia. Como explica la SECPAL, ambas difieren en el objetivo, la indi­cación, el procedimiento, el resultado y el respe­to a las garantías éticas. En la sedación, la inten­ción es aliviar el sufrimiento del paciente, el procedimiento es la administración de un fár­maco sedante (utilizando uno adecuado —de vida media corta— y en la dosis mínima eficaz), y el resultado es el alivio del síntoma refracta­rio. En cambio, en la eutanasia la intención es provocar la muerte del paciente, el procedi­miento es la administración de un fármaco le­tal y el resultado la muerte.
         Podríamos decir que la sedación tiene un efecto positivo —alivia el sufrimiento— y uno negativo —reduce el nivel de conciencia—. En cambio, no esta científicamente demostrado que una sedación correctamente practicada (con los fármacos adecuados, dosis mínima efi­caz y monitorización del proceso) acelere la muerte.
         Como se ha señalado anteriormente, el esta­do de consciencia de una persona es un bien y debe haber una razón de peso para privarla de él. Por lo que no es ético sedar por sistema, al fi­nal de la vida, a todos los pacientes. Por tanto, no es aceptable decir que hay —así, en gene­ral— un derecho a la sedación: lo habrá cuando la sedación esté realmente indicada por exis­tencia de un síntoma refractario. Tampoco se­ría éticamente aceptable sedar sin consentimiento del enfermo, con el fin de ahorrar mo­lestias al médico o la familia. En cambio, no su­pone ningún problema, sino que es un deber del médico proceder a la sedación del paciente con su consentimiento previo cuando, agota­das otras posibilidades, se llega a la conclusión de que es el único recurso para controlar algún síntoma verdaderamente refractario a otros tratamientos. En esta situación la sedación pa­liativa es un tratamiento excelente.
       El ser humano, no puede renunciar a su propia dignidad. Ni los pacientes ni los médicos.
       En este contexto, se explica que se limite la autonomía por amor de la dignidad: como, por ejemplo, cuando una sociedad civilizada impi­de que alguien se pueda vender voluntariamen­te como esclavo, o la libre venta de órganos, et­cétera.
       En resumen, la dignidad parece funda­mentarse más que en la autonomía, en la vulnerabilidad. El ser humano que se encuentra en situaciones de debili­dad o vulnerabilidad habrá de ser defendido frente a terceros o incluso frente a si mismo. Se le defenderá de decisiones perjudiciales para él que pueda adoptar en un momento de desáni­mo, por considerar que la defensa de su digni­dad está por encima de su propia autonomía. Una dignidad que se caracteriza por sus ele­mentos constitutivos, como son la verdad, la justicia, la libertad y el amor.
         Hay que ser muy preciso en lo referente a la verdad, tan relacionada con la información al paciente y a sus familiares, y con el consenti­miento informado. Información veraz y sustan­cial. Todo un proceso, un arte, para decir «la verdad soportable». Cargado de coherencia en­tre lo que se piensa, se dice y lo que se hace. No la verdad judicial ni parlamentaria ni la del con­senso, sino la científica. Es esa verdad cuya bús­queda la preside la honradez, el juego limpio y la objetividad. Es la verdad que soporta y funda­menta a la justicia y a la libertad. Hoy, social­mente no es un valor en alza, y sin embargo es imprescindible en todos los órdenes de la socie­dad. Un pueblo que admite la mentira es una so­ciedad profundamente enferma.
         La justicia a la qué me refiero es la del hombre honrado, bueno, ajustado, y respetuoso con la dignidad del otro. Que re­flexiona frecuentemente, cuida sus pa­labras y vela por sus acciones. Una justicia que diera la espalda al más elemental sentido co­mún, dando lugar al atropello de lo más esen­cial del raciocinio y la evidencia, es un simula­cro de justicia. Prostituida y aceptada por una sociedad confusa por los mensajes de lo políticamente correcto, está abocada a la autodestrucción. Un atentado a la justicia a la que me refiero es, por ejemplo, negar los cuidados bási­cos del paciente.
         La libertad es un valor «sublime». La liber­tad es la garantía de la verdad. Pero como expu­se anteriormente, tiene unos límites que son la dignidad y el respeto a la libertad de los otros.
       La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad y res­guarda la propia dignidad. Una autonomía que prescinda de la dignidad es una libertad envile­cida.
         Un atentado contra la libertad que soporta e ilumina la dignidad es, por ejemplo, la nega­ción de la objeción de conciencia de los profe­sionales. Una injusticia.
         Y por último, el Amor. La dignidad se funda­menta esencialmente en el Amor. La persona no puede vivir sin amor. Es el principal recurso para afrontar el sufrimiento (como concluye un estudio nuestro en el hospital La Paz; «Con­tra el dolor, opioides; contra el sufrimiento, amor»).
         Sin amor el hombre no se comprende a sí mismo. Sin él se reconoce sin sentido. En ese Amor experimentado es donde el paciente, y los sanitarios, encuentran su razón de ser. ¿Qué es, si no, la vocación, el voluntariado, la entrega, el esfuerzo por la tarea bien hecha, la solidaridad, etcétera? «Hay que volver al amor y a la amistad con el enfermo» (Marañon, 1954).
        El amor es servicio.  El amor no entiende de derechos, se da. Es en el amor sentido y en el amor entregado donde el hombre encuentra su grandeza y su valía. En una palabra, donde se reconoce a si  mismo como digno: tanto el paciente, como el profesional que lo cuida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario